EL VINO: SENTIDO[S] Y SENSIBILIDAD

Más allá de un diálogo, la interpelación del vino con nuestros sentidos es el germen de una nueva experiencia. Porque tras cada descorche, tras cada copa, se viven momentos que no se repetirán, y todo quedará modelado en nuestra memoria, distorsionado, si se quiere, por las sensaciones vividas.


Los parámetros que intervienen en este proceso son tan heterogéneos como complejos; ya que es la suma de todos ellos y su interrelación, tangibles e intangibles, los que nos proporcionarán ese más allá del placer, que solo el vino puede proporcionar.


De un lado, la materia, el vino. La verdad irremisible de sus variedades y método de elaboración. De otro, nuestra interpretación del mismo mediante un nuevo momentum vino donde nuestros sentidos mandan:

VISTA

Ver y mirar. Sabemos que el color del vino y su intensidad nos aportarán pistas sobre su edad y condición. Quizás se pueda ir más allá y apuntar notas sobre la elaboración.


Observarlo. Con atención o en un ejercicio de mera abstracción momentánea, hipnotizados por brillos y destellos, por la profundidad y el sutil, casi imperceptible movimiento del vino estancado en la copa. Levantas la mirada y ves a los tuyos, a mesa puesta. Y entonces, todo cobra sentido.


OÍDO

Quizás no le prestemos atención, ya que no interviene en una nota de cata habitual. Pero los sonidos del vino están ahí para quien los sepa disfrutar.

¿No es sonido el pop del descorche, o el glu-glu de la precipitación del vino cayendo en la copa? ¿Acaso no suena atronador en nuestras emociones un brindis multitudinario? Sonidos llenos de emociones, como el de una carcajada irrumpiendo en el silencio, o un beso; nuestra sonora expresión de amor.



OLFATO Y GUSTO

Casi indivisibles, son sentidos elementales para “abrir las puertas de la percepción” (William Blake). Y el alma del vino, añadimos.


Nuestra nariz y paladar se interrelacionan en décimas de segundo para averiguar la verdadera expresión del vino; su origen, la madurez de la uva, su grado de dulzor…


Para ello, nuestra interpretación será clave: En un diálogo, puede que la nariz nos relate una historia de fruta fresca mientras nuestra lengua asienta en las estanterías de sus laterales una biblioteca de acidez. En la punta de la lengua, alcohol y azúcar se mostrarán altivos o tímidos, y el volumen del vino nos llenará la boca de opulenta fruta, o bien complejas y sutiles notas de crianza. Todo ello articulará un discurso sensorial que incidirá en nuestro primitivo y atávico hedonismo: Nos gusta. No nos gusta. Memorable. Intrascendente.


TACTO

El tacto del vino lo inicia todo. En la copa y en nuestro paladar, el vino exhibe excelsa acidez; liviano, delgado, fino y nervioso; o por lo contrario se yergue de grado generoso y estructura musculada, con una arrogante juventud frutal que nos invade, irreverente pero deseada.


Los taninos nos tocan y acarician desde un verdor secante y astringente, o de modo amable y dulce, mientras que las texturas cremosas y notas de repostería nos proporcionan calor y abrigo.



Las manos entrelazadas bajo la mesa, la caricia, el beso. El jugar con la cápsula o el corcho en la sobremesa. Todo ello, es tacto.




La interpretación de un vino mediante los sentidos articula la propia construcción del mismo, que trasciende y evoca nuestros valores vinícolas; nuestra memoria olfativa; nuestros recuerdos de infancia; lo que fuimos y lo que somos. Una especie de filtro sensorial y experiencial que ubicará al vino en nuestro particular Olimpo del recuerdo, o bien, en el más absoluto olvido. De la cata, a la memoria.

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