El simpático erizo del jardín

Por Jose Luis Gallego. Divulgador ambiental (@ecogallego)
Es muy probable que el lector haya tenido algún encuentro con nuestro protagonista, ya sea en su jardín, en algún paseo por las afueras o incluso en el parque de la ciudad. Se trata de uno de los animales más confiados, bonachones e inocentes de cuantos habitan nuestro entorno natural. Hasta el punto de que no es raro sorprenderlo en el interior de los terrenos particulares de las casas de campo, para alegría de los niños, que celebran su presencia como la de un simpático amigo.
Por lo demás, el erizo común o europeo, al que los científicos clasifican como Erinaceus europaeus, no necesita descripción: las largas y afiladas púas que cubren su dorso lo convierten en uno de los mamíferos salvajes más fáciles de identificar. Su aspecto rechoncho y sus patas cortas y desnudas, junto al afilado hocico, muy similar al de los roedores, acaban por definir una de las morfologías más inconfundibles de toda la fauna ibérica.
Más allá de su puntiaguda coraza, las orejas, muy desarrolladas, denotan una acentuada capacidad auditiva, sentido que complementa con un olfato muy fino gracias a su afilada nariz cubierta de vibrisas: esos pelos alargados y rígidos que, como en el caso de tantos otros mamíferos silvestres, le sirven de radar.

Ejemplar de erizo común en el bosque.
Mide poco menos de treinta centímetros de longitud, y en el caso de los machos, que son más grandes que las hembras, pueden llegar a superar el kilo y cuarto de peso.
Este mamífero insectívoro muestra un comportamiento casi tan singular como su aspecto. Exclusivamente crepuscular, el erizo decidió recubrirse de unas afiladas y duras púas, de unos tres centímetros de longitud, para dotarse de un perfecto escudo de defensa ante cualquier ataque exterior. De tal manera que, gracias a un curioso sistema de musculación circular, nuestro protagonista logra enroscarse sobre sí mismo hasta convertirse en una espinosa bola de peligroso tacto y mucho peor bocado.
Algo que resulta totalmente resolutivo en el caso de tener un encuentro con sus depredadores naturales, con zorros, águilas y búhos reales, pero que no le sirve de nada frente al peor de sus enemigos: el automóvil.
La mortalidad de erizos por atropello aparece como la más alta en todos los estudios que se realizan sobre este preocupante aspecto de la conservación de la naturaleza, y es que cuando el erizo se decide a atravesar la carretera que cruza su territorio y observa los dos faros abalanzándose sobre si, decide hacerse una bola, ya que sus cortas patas no le permiten una rápida huida. Pero ese recurso evolutivo, esa sofisticada y efectiva herramienta de la que lo ha dotado la naturaleza, resulta absolutamente infructuosa cuando se trata de la pesada carrocería de un coche o un camión.
Distribuido por todos los ecosistemas donde abunden los árboles y el matorral bajo, el erizo común puebla todo el territorio peninsular, a excepción de las zonas áridas, mientras que el erizo moruno (Atelerix algirus) prácticamente idéntico, aunque algo menor, ligeramente más blanquecino y original del norte de África, ha establecido núcleos de población a lo largo de toda nuestra franja mediterránea, especialmente allí donde falta el común: es decir en Ceuta, Melilla, Islas Baleares y Canarias.

Erizo común encima de una corteza de un árbol caído en el bosque.
Crepuscular y nocturno, a la hora de detectar su presencia es muy útil intentar identificar su rastro: unas pequeñas huellas en las que aparecen marcadas los cinco dedos y las uñas. Las deposiciones son negras, cilíndricas y compactas, con abundantes restos quitinosos procedentes de los insectos de los que, junto a los frutos y las bayas del bosque, componen básicamente su alimentación.
Personalmente he tenido la suerte de recibir varias veces la visita del erizo en el jardín de nuestra casa, una presencia que siempre hemos celebrado como un regalo de la naturaleza. Sin embargo, más allá de observarlo con curiosidad y respeto, hemos acabado facilitándole rápidamente la salida para que volviera al bosque, que es y debe ser siempre su lugar de residencia. Por todo ello me permitiría rogar al lector que, si alguna vez tiene la fortuna de recibir la visita de nuestro simpático amigo, no intente capturarlo, ni mucho menos retenerlo en casa.