El grácil encanto del conejo de monte
Por Jose Luis Gallego. Divulgador ambiental (@ecogallego)
A menudo los animales más comunes de nuestros campos, aquellos que habitan en el entorno más próximo y con los que solemos tener algún encuentro esporádico, generan menos interés que otras especies mucho más escasas y difíciles de observar. Uno de los mejores ejemplos más claros lo tenemos en el ubicuo y en ocasiones abundante conejo de monte, al que los científicos clasifican con el nombre latino de Oryctolagus cuniculus.
De aspecto inconfundible, a excepción de su similitud con la liebre, el conejo es uno de los mamíferos más conocidos de nuestros campos. Tiene la cabeza redonda y los ojos grandes y oscuros. Sus orejas son mucho más cortas que las de la liebre y el pelaje es de color pardo grisáceo, espeso y lanudo, mucho más mullido que en aquella. Vientre claro. Las patas delanteras son más cortas que las traseras, aunque éstas últimas mucho menos desarrolladas que las de la liebre, que en términos generales es mayor, casi el doble tanto en peso como en tamaño, y con una figura menos rechoncha, más estilizada y musculosa.
Un conejo del monte en la tranquilidad del campo.
Al contrario que las liebres, habitantes de los páramos abiertos y los barrancos secos y pedregosos, los conejos viven en zonas más fértiles, de suelo blando y fácil de excavar, como dehesas, praderas y claros de bosque, donde suelen avistarse al anochecer o a primera hora de la mañana. Aunque la hembra del conejo esta en celo todo el año, los partos suelen concentrarse entre otoño y primavera, descansando durante el verano. Por norma general cada hembra tiene media docena de camadas al año con una media de seis gazapos cada una. La gestación dura un mes, al igual que la lactancia. La mortandad entre los gazapos es muy alta.
Herbívoro voraz, se alimenta básicamente de hojas, tallos, brotes, frutos, raíces y bulbos de todo tipo de plantas, incluidos los cultivos (de ahí sus problemas con los agricultores). En épocas de escasez también mordisquea las cortezas de los árboles.
Al contrario que la liebre, mucho más solitaria y poco social, el conejo es un animal extremadamente gregario. Agrupa las madrigueras en torno a su territorio de campeo para establecerse en colonias que en ocasiones pueden llegar a ser muy numerosas. Los miembros de un mismo grupo se reconocen por el olor que transmiten. Durante el celo, los machos marcan el territorio con excrementos, orina y líquidos glandulares. Las hembras defienden la madriguera mientras los machos vigilan el perímetro colonial. Solo el inicio de la época de celo abrirá las hostilidades entre las colonias vecinas.
El pelaje mimético del conejo le permite esconderse cuando el peligro acecha lejos de la madriguera, pero la tendencia defensiva más utilizada es huir hacia ella en una rápida carrera para ponerse a salvo en su interior. En esa frenética huída efectúa todo tipo de zigzags a alta velocidad y saltos imposibles que dificultan el seguimiento del predador. Sin embargo, una vez atrapado no ofrece resistencia, marcando la captura con un chillido muy agudo para avisar al resto de la colonia para que se pongan a salvo.
Un conejo de monte en su hábitat natural, entre la esencia del campo.
Hasta bien entrada la mitad del siglo XVIII los conejos se venían considerando como una plaga histórica. Los historiadores cuentan que los fenicios llamaron a la Península Ibérica “I-shphanim”, que significa “tierra de conejos”, por la gran cantidad de lagomorfos que hallaban por todas partes. Algunos de ellos atribuyen a dicho término el origen etimológico del topónimo latino ‘Hispania’.
Pero la situación actual de la especie ha cambiado mucho desde entonces. Hoy en día el conejo silvestre ha desaparecido de más de la mitad de los territorios que poblaba hace apenas un siglo como consecuencia, fundamentalmente, de dos enfermedades víricas: la mixomatosis y la enfermedad hemorrágica del conejo (EHV). La mixomatosis apareció en España hacia mediados de siglo XX diezmando rápidamente las poblaciones de la especie, hasta el punto de desaparecer por completo de algunas regiones. La EHV fue detectada por primera vez en 1988, relevando a la anterior como principal causa de mortandad, y todavía persiste.
Además de afectar a la propia especie, la irrupción de ambas epidemias rompió los equilibrios de la cadena trófica de la fauna ibérica, dónde el conejo ocupa un papel fundamental como base alimenticia de buena parte de los carnívoros, incluidas algunas especies tan amenazadas como el lince ibérico o el águila imperial, para quienes este lagomorfo constituye su principal y casi exclusivo alimento.
Respecto a su estado de conservación actual, y aunque es cierto que en algunos puntos de nuestra geografía pueden darse altas concentraciones que acaban afectando a los agricultores, lo cierto es que, además de ser víctima de los virus, el conejo viene soportando una alta presión cinegética por parte de los cazadores que ha reducido y sigue reduciendo su capacidad de recuperación.
El uso de veneno en el campo, los efectos del cambio climático, con sequías cada vez más severas y recurrentes, el avance de la agricultura industrial y la destrucción de sus hábitats son otras de las causas que justifican que el conejo silvestre esté incluido en el Libro Rojo de los Mamíferos de España como especie vulnerable y que la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) lo haya clasificado como especie en peligro.