EL PATRIMONIO MATERIAL DE LA VIÑA (II)

14 Agosto 2018

Entre el localismo más atávico y una vanguardia de herencia abacial borgoñona, la DO Conca de Barberà transita hoy entre la historia y la excelencia vinícola. Las fincas de Milmanda y Les Muralles representan los nombres propios que abanderan el prestigio de los vinos de toda una región.

De la Borgoña a Vimbodí

La comarca tarraconense alberga en sus viñedos elementos vivos arqueológicos que, a modo de narradores silenciosos, escriben la intrahistoria de los mejores vinos del país. Si bien, cabe remontarse en la cronología para comprender la alargada sombra e influencia monacal en el devenir agrónomo, incluso antropológico, de la actual DO.

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En Vimbodí encontramos la finca de Milmanda y su granja fortificada, una huella cronológica donde se encuentran restos de asentamientos íberos, grecofenicios y romanos, que allí encontraron su hogar y modus vivendi, precediendo incluso al vecino monasterio de Poblet. Aunque es a los visigodos a los que se les atribuye la construcción del castillo; fortificado durante el dominio islámico, y convertido en posesión abacial después.


Tras derrotar a los musulmanes en el año 1153, y gracias a las donaciones del Conde de Barcelona, Ramón Berenguer IV convirtió el monasterio era una abadía. Ésta, pronto estructuró un sistema de granjas y trashumancia. Es significativo el hecho de que la carta fundacional obligaba por escrito a sus habitantes a tener: huerto, viña y cementerio.

La orden del Císter nació en la Borgoña, donde los monjes buscaban asentamientos de un modo estratégico, siempre en lugares con abundancia de agua. Se les conocía como “los monjes del agua y el vino”.

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Con el paso del tiempo Poblet fue ampliando sus instalaciones gracias, en gran medida, a las donaciones de parcelas de terratenientes con ínfulas monacales y ganas de relacionarse. Entre los siglos XII y XV, monjes y campesinos, todos ellos gascones, occitanos y franceses, repoblaron la comarca. Así, el 25% de los recién llegados eran viticultores y boteros de profesión, que, además, tuvieron a bien desposarse con mujeres catalanas. El germen de la futura DO con innegable sangre vinícola.

Milmanda y Grans Muralles

Hablar hoy de Milmanda es referirse a una finca que atesora en sus suelos y lindes, caminos y viñedos, el propio transcurrir del tiempo. Este mágico enclave inspiró a la Familia Torres para cultivar la noble chardonnay, cuya maduración es excelsa debido a las condiciones geoclimáticas de las que disfruta la región.

El resultado es Milmanda, el vino: densidad fresca y ácida varietal que juega a una suerte de simbiosis alquímica con el paso por roble. Pan tostado, humo y café. Untuosidad y carnalidad a partes iguales para un chardonnay de espíritu borgoñón y alma mediterránea.


A medio camino entre el castillo de Milmanda y el monasterio de Poblet encontramos a las murallas que la orden del Císter erigió en el s.XV. Allí, más de treinta hectáreas dedicadas al cultivo de la vid de origen mediterráneo y fondo tradicional, como la robusta monastrell, la dulce garnacha, y las locales garró y samsó, se benefician de los suelos de pizarra, un micro clima único y un aire cargado de cultura e historia: la Finca Grans Muralles.

Esta da nombre a uno de los emblemáticos de la bodega de la Familia Torres: Grans Muralles, el vino: complejidad cálida e intensa en nariz, exótica y especiada en un mundo de clavo y pimienta, laurel y tomillo. Sutiles notas de vainilla e incienso. Una intensa memoria nos devuelve recuerdos de varias vidas, como aferradas al inconsciente colectivo.


Cruce de culturas, vicisitudes bélicas y experiencia vinícola monacal trazan la hipnótica personalidad de este enclave; un lugar que encarna una conexión con el ayer y que nos enriquece como elaboradores y como personas, al hacer de ellos espacios comunes de conocimiento y encuentro. Una metáfora de la vertebración de una sociedad con su vestigio y legado. Lo antiguo y lo nuevo. La vida misma.